28 de diciembre
La ciudad aparece aletargada entre nochebuena y nochevieja (vaya, una noche es buena y la otra es vieja con una semana de diferencia, que nombres les ponemos....). Estamos en invierno y las temperaturas han bajado, el sol aparece estos días y buscamos la calidez de sus rayos.
He vuelto a pasear al lado del mar (me fascina, me calma, me atrae), sentada en una roca, cerca de vestigios de un chiringuito que solo se monta en verano, el mar balanceaba los pequeños barcos anclados al refugio de los vientos. Cerré los ojos para dejar que el calor del sol acariciara mi rostro.
Las olas murmuraban en las rocas y dejaban su mensaje para aquel que quisiera escucharlo, el alma se serena, el corazón se aplaca, y por unos minutos los problemas se sumergen en las profundidades marinas.
Un camino dorado se dibuja en las azules aguas, brilla y se pierde en el horizonte. Aquel horizonte lejano, donde el cielo y el mar se funden en un abrazo, donde imagino a las sirenas cantar y a mi espíritu sumergido escuchando sus dulces melodías que atrapan a los marineros hasta hacerles naufragar.
Al otro lado puede verse parte de la ciudad, con sus altos edificios, y me parece irreal, lo verdadero se encuentra rodeándome, allí donde se encuentran el agua y la tierra. Allí donde las rocas son moldeadas por su fuerza años tras año, siglo tras siglo, y allí permanecerán aunque nosotros ya no estemos, desgastándose limando las aristas, sumergiéndose en las saladas aguas, asomando a la superficie para recibir la luz. El tiempo ha perdido su significado, mi tiempo no es el suyo.
En el cielo asoman algunas nubes blanquecinas, y puedo contemplar varias gamas de azules, grises, ocres, dorados, salpicado con matorrales verdes. La gama cromática es extensa. Y todo esto está allí, para que lo disfrutemos, para nuestro deleite, para ayudarnos a meditar y encontrarnos con nosotros mismos, para ser parte de la naturaleza.
Con gran pesar he de volver, pero el andar es pausado, no quiero romper el hechizo. Sin embargo no estoy sola, y en el paseo de vuelta me cruzo con más personas que también han venido a disfrutar del lugar.
Me gusta ibiza en invierno. Caminando oigo una conversación telefónica, una persona joven hablaba en voz alta, le decía a su interlocutor “esto en invierno es muy aburrido, no hay nada, menos mal que he vuelto a encontrar trabajo”. Y lo decía allí, debajo de una palmera, con el sol dibujado en un cielo azul salpicado de estelas blancas, con el mar a sus pies susurrándole. Y no se daba cuenta de todo lo que allí tenía...
A veces nos ocurre a todos, lo que necesitamos para ser felices está al alcance de nuestras manos y sin embargo no lo vemos, no queremos verlo, quizás por ser demasiado simple.
Esta noche saldrá la luna, y abrirá su camino plateado en las negras aguas. Los colores desaparecerán, a cambio en el cielo se dibujarán miles de estrellas. Yo no iré a verlo, porque soy cómoda (hace frío por la noche), porque soy cobarde (no me atrevería a ir de noche sola por allí). Pero aunque no lo vea, bien porque no pueda o no quiera hacerlo, el día dejará paso a la noche y cada uno dibujará paisajes para soñar. Esa es la grandeza de la naturaleza, está ahí para nosotros, actúa con o sin espectadores, y viste sus mejores galas tan solo para aparecer bella.
La ciudad aparece aletargada entre nochebuena y nochevieja (vaya, una noche es buena y la otra es vieja con una semana de diferencia, que nombres les ponemos....). Estamos en invierno y las temperaturas han bajado, el sol aparece estos días y buscamos la calidez de sus rayos.
He vuelto a pasear al lado del mar (me fascina, me calma, me atrae), sentada en una roca, cerca de vestigios de un chiringuito que solo se monta en verano, el mar balanceaba los pequeños barcos anclados al refugio de los vientos. Cerré los ojos para dejar que el calor del sol acariciara mi rostro.
Las olas murmuraban en las rocas y dejaban su mensaje para aquel que quisiera escucharlo, el alma se serena, el corazón se aplaca, y por unos minutos los problemas se sumergen en las profundidades marinas.
Un camino dorado se dibuja en las azules aguas, brilla y se pierde en el horizonte. Aquel horizonte lejano, donde el cielo y el mar se funden en un abrazo, donde imagino a las sirenas cantar y a mi espíritu sumergido escuchando sus dulces melodías que atrapan a los marineros hasta hacerles naufragar.
Al otro lado puede verse parte de la ciudad, con sus altos edificios, y me parece irreal, lo verdadero se encuentra rodeándome, allí donde se encuentran el agua y la tierra. Allí donde las rocas son moldeadas por su fuerza años tras año, siglo tras siglo, y allí permanecerán aunque nosotros ya no estemos, desgastándose limando las aristas, sumergiéndose en las saladas aguas, asomando a la superficie para recibir la luz. El tiempo ha perdido su significado, mi tiempo no es el suyo.
En el cielo asoman algunas nubes blanquecinas, y puedo contemplar varias gamas de azules, grises, ocres, dorados, salpicado con matorrales verdes. La gama cromática es extensa. Y todo esto está allí, para que lo disfrutemos, para nuestro deleite, para ayudarnos a meditar y encontrarnos con nosotros mismos, para ser parte de la naturaleza.
Con gran pesar he de volver, pero el andar es pausado, no quiero romper el hechizo. Sin embargo no estoy sola, y en el paseo de vuelta me cruzo con más personas que también han venido a disfrutar del lugar.
Me gusta ibiza en invierno. Caminando oigo una conversación telefónica, una persona joven hablaba en voz alta, le decía a su interlocutor “esto en invierno es muy aburrido, no hay nada, menos mal que he vuelto a encontrar trabajo”. Y lo decía allí, debajo de una palmera, con el sol dibujado en un cielo azul salpicado de estelas blancas, con el mar a sus pies susurrándole. Y no se daba cuenta de todo lo que allí tenía...
A veces nos ocurre a todos, lo que necesitamos para ser felices está al alcance de nuestras manos y sin embargo no lo vemos, no queremos verlo, quizás por ser demasiado simple.
Esta noche saldrá la luna, y abrirá su camino plateado en las negras aguas. Los colores desaparecerán, a cambio en el cielo se dibujarán miles de estrellas. Yo no iré a verlo, porque soy cómoda (hace frío por la noche), porque soy cobarde (no me atrevería a ir de noche sola por allí). Pero aunque no lo vea, bien porque no pueda o no quiera hacerlo, el día dejará paso a la noche y cada uno dibujará paisajes para soñar. Esa es la grandeza de la naturaleza, está ahí para nosotros, actúa con o sin espectadores, y viste sus mejores galas tan solo para aparecer bella.