domingo, 8 de enero de 2012

EL EDIFICIO DE LADRILLO ROJO




El edificio de ladrillo rojo se elevaba sobre la agreste llanura teñida por el otoño de colores ocres y apagados.

La demolición sería inminente, y con ella atrás quedarían años de litigios y anónimas vidas que como el invierno en ciernes fueron apagándose tras los muros ahora condenados.

El color amarillo de palas y excavadores dibujándose en las inmediaciones, esperando, como los buitres, para despellejar a la pieza, creaban un aire futurista, dando tintes de irrealidad a la escena.

El explosivo, colocado estratégicamente en sus entrañas, guardaba celosamente los secretos del hormigón deteriorado y del hierro agujereado por la acción corrosiva del óxido.

Ninguna lágrima se derramó por él, ningún recuerdo pugnaba por asomar. Quienes lo habitaron tiempo atrás moraban ahora bajo una lápida de piedra.

Nadie se había salvado de una extraña enfermedad que, como en un holocausto, se llevó al otro lado a todos sus moradores. Sus decrépitos cuerpos fueron diseccionados una y otra vez para dar con la causa de tan extraña epidemia. Llenos de suturas y sin órgano alguno, fueron enterrados sin ceremonia, sin llanto ni estridencias, en el cementerio local.

Más tarde el silencio en el páramo se hizo denso, produciendo un extraño escalofrío al pasear por sus inmediaciones.

Años después quedó sellado y precintado.

El día había llegado causando cierta expectación entre los habitantes del pueblo más próximo. ¿Volvería la maldición?, se preguntaban los más ancianos.

Sin embargo no había ocurrido nada extraño. Los técnicos y trabajadores entraban y salían a su antojo.

El cordón de seguridad acabó cerrándose, y todos se retiraron a sus respectivas posiciones, a salvo de los desprendimientos y de la intensa polvareda, preparando las máscaras esperaron.

De nuevo el silencio se apoderó de la zona.

Una mano se apoya sobre un teclado, emite una orden y roza el botón rojo. Saboreando los últimos segundos del viejo edificio, (le gustaba hacerlo antes de una voladura, siempre lo hacía, eran sus instantes mágicos, decía).

Un pájaro cae muerto a sus pies, lo mira pero ya es tarde, el cerebro envió la orden de apretar el botón al extremo de la mano que se desliza hacía abajo, el color no se ve.

Fue el primero en comprender.

Los restos humanos se esparcieron en varios kilómetros a la redonda, las relucientes máquinas se derritieron dejando un reguero de amarillento líquido que teñía los guijarros del alrededor.

El edificio se elevaba sobre la planicie amarilla.