lunes, 14 de febrero de 2011


Le conocí una tarde de primavera, el campo vestía sus mejores galas, el mar lucía en sus frías aguas, aún, el azul de la ilusión.
Paseamos por la playa, los silencios se llenaban con los olores del salitre, la brisa suave rozaba el rostro, el mundo se había detenido, las horas congeladas, el tiempo no existía.
Tomó mi mano entre las suyas y sentí el calor que transmitían, el corazón latía con fuerza. Miré sus ojos claros como la espuma de las olas que rompían en la orilla, su mirada transparente, y sentí que mi alma le pertenecía.
Sentados en la arena contando historias de lejanos duendes, de sirenas encantadas, de castillos submarinos, se diluyó la tarde. Comenzó a ocultarse el sol bañándose en el horizonte con sus colores imposibles, el dorado tornasolado esparcido a lo lejos, invitaba a los sueños.
Sin embargo el mejor sueño estaba a mi lado, mi cabeza apoyada en su hombro, las manos entrecruzadas. Desee la eternidad, descubrí la felicidad.
Llegó la luna describiendo un camino plateado en las oscuras aguas, brillaban las estrellas, la arena se tornó pálida. Allí seguíamos sin hablar, con el mundo a nuestros pies, un concierto de silencio roto por las alegres notas que arrancaban las olas al morir a nuestros pies.
Se hizo tarde, muy tarde, los minutos, las horas, las estaciones dejaron de existir. Me miro a los ojos y en ellos pudo ver el inmenso amor que sentía, le miré y comprendí que en ellos me perdería.
Salimos de allí arropados por el amor que sentíamos.
Vivimos una vida, sentimos la eternidad cerca, siempre tuvimos la mirada nueva para vernos entre arrugas.
Hoy se ha ido, y se ha ido para siempre, su cuerpo no volverá a calentar mi cama, sus ojos no miraran los amaneceres. Y yo me he quedado llena de su calor, de su paz, de su ilusión.
Derrochó amor, pero ¡tanto amor para tan corta vida!.