lunes, 22 de noviembre de 2010


CARTA DESDE EL MANICOMIO

Te escribo desde esta habitación de paredes blancas porque hace mucho tiempo que no te veo.
Ayer vino a visitarme una señora mayor, ella se empeñaba en llamarme hijo, y todo el tiempo lo mismo, pero yo no la conocía de nada. ¡La pobre!, estaría un poco trastocada.
Mi vida aquí transcurre apacible, pero aún recuerdo nuestro piso con su parquet en el suelo, y las flores de la terraza.
¿Terraza?, no puedo pensar en ella sin sentir un escalofrío, no entiendo lo que ocurre. ¿Recuerdas las tardes de verano sentados en nuestras mecedoras?.
Aquí paseo por un jardín pero las flores no huelen a nada, ni tienen los colores tan vivos, ando solo por el camino empedrado, a veces me siento en un banco a esperar la primavera, ésta nunca llega. Cierro los ojos, pacientemente, e imagino como brotan las margaritas. Después, oscurecido, ya, vienen a buscarme y me dirijo a un comedor grande.
Añoro tus guisos, el olor de la cocina. Te veo con el delantal azul, delante del fuego removiendo la salsa roja en el fondo de una cazuela, con la cuchara de madera. La habíamos comprado en aquella tienda pequeña que olía a especies.
La comida aquí no tiene el mismo sabor, y yo siempre espero que tu vengas a buscarme para llevarme a nuestra casa, sentarnos en la cocina y comer despacio mirándonos a los ojos.
Por la noche duermo muy bien. ¿Recuerdas mis insomnios?, ¿mis largas noches paseando por toda la casa?, ahora eso no ocurre. Las sábanas de mi pequeña cama son blancas y ásperas, no huelen a lavanda como las nuestras.
Me levanto temprano y me ducho –siempre quisiste que me duchara a diario-, es el único momento del día que te veo, tu rostro lejano, tus ojos interrogándome, tus manos aferradas a las mías.
Mientras el agua resbala por mi cuerpo siento miedo, y es un miedo extraño, miedo a no verte más. Algo desconocido recorre mis venas y siento ganas de gritar. Alguna mañana lo hice, pero enseguida vinieron a buscarme y no pude pensar más en ti. Así que, ahora, reprimo este deseo incontrolado y muerdo la toalla.
La otra noche soñé contigo, te vi volar, como los ángeles, pero no llevabas alas, solo tu camisón verde, aquel que yo te había regalado, el que hacía juego con tus ojos. Volabas en la noche y quise tocar tus manos, me desperté sin conseguirlo.

Hoy retomo esta carta que dejé inacabada ayer al quemarme el recuerdo de tu cara, y hoy ¡cielo mío!, he retomado el papel y vuelvo a escribir.
Hoy lo hago con hondo pesar y el conocimiento de un hecho monstruoso que cambió nuestras vidas.
Aún no puedo entenderlo del todo, me resisto a creer lo que me dijeron ayer mismo, en una consulta. Sé que grité y lloré, transcurrió en cámara lenta, pero entonces comprendí.
Y este conocimiento es el que abrasa mi alma y no me deja respirar.
Hoy no pasearé por el jardín, tampoco esperaré que vengas a buscarme.
Tras la ventana el cielo es azul, y yo logré hacerme el otro día con un trozo de cristal que encontré tirado entre los matorrales.
¡Cielo mío! Hoy quiero reunirme contigo.
La terrible verdad que se escondió durante tanto tiempo en lo más remoto de mi cerebro, ha salido la luz y al fin he comprendido que no podré verte porque yo te maté. Te arrojé al vació desde nuestra preciosa terraza llena de flores.
No temas. Iré a buscarte.
Ya se tiñe de rojo este blanco suelo con la sangre que se escapa de mis venas.

Chanar marzo 2004

miércoles, 10 de noviembre de 2010


HOLA CARACOLA


Hola caracola, le dijo el niño. Y como vio que no le respondía, volvió a repetir “hola caracola”, se quedó quieto, escuchando. El único sonido que oyó fue el de las olas al romper en la orilla.

Caracola, ¿no estás?, preguntó con un mohín en su cara, solo el mar respondía.

Así, dejando a un lado su caracola, metió los pies descalzos en el agua y jugó con las olas. En sus manos escurría la espuma, mientras cubría el cuerpo con miles de gotas saladas.

Mientras, la tarde comenzaba a declinar y el horizonte se tornaba rojizo.

La caracola permanecía en la arena.

El niño, cansado de jugar con las olas, se sentó en la orilla y volvió a preguntar “caracola, ¿por qué no estás en el mar?.

El océano se apiadó del niño y las olas le arrastraron murmurándole al oído “te contaremos la historia de la caracola, ven con nosotros”, y el niño se dejó llevar envuelto en espuma blanca. El sol se ocultaba en el horizonte y el agua adquiría el color de la plata.

Acariciado por la brisa, mecido al compás de la luna, con la piel salada, la esperanza dibujada en el rostro y con la ilusión de comprender porque aquella caracola no le respondía, acudió a la llamada de aquellas aguas transparentes.

Estuvo en el fondo marino jugando con sirenas y caballitos de mar. Transcurrieron los días.

Un amanecer alguien paseaba por la orilla de aquella lejana playa y tropezó con un pequeño cuerpo. Parecía dormido y su negra piel brillaba con los primeros rayos del sol. En su cara dibujada una sonrisa.

Nadie reclamó su cuerpo, nadie supo qué había ocurrido. Solo él, que se quedo dormido en los aposentos de Neptuno, y su alma prefirió el mar y eligió a los meros, y a cientos de caracolas, como compañeros de juegos. Se desprendió como ellas de la envoltura de su cuerpo que nadie amaba, para dejarse querer por las estrellas de mar.

En el cementerio de los hombres que no comprenden fue un número. Pero su nombre pervive en el mar y en el cielo, en la noche estrellada, en los reflejos de la luna y en el intenso azul del mar de un día soleado.


Marisa